miércoles, 11 de febrero de 2009


UN VIAJE A LA HUMILDAD


Hay veces que no entendemos las palabras que nos dicen, pero somos capaces de entender otros mensajes que nos transmiten. Ahí va un pequeño cuento a este respecto.


Hacía semanas, o tal vez meses, que era incapaz de sentirme satisfecho con nada ni con nadie; nada conseguía mantener mi atención más de unos pocos minutos ni suscitar mi interés. Todo era aburrido, vacío, ajeno a mí. Mi comportamiento con las personas de mi alrededor era superficial y carente de todo tinte afectivo. Sus conversaciones me aburrían, sus problemas me daban lo mismo, sus escalas de valores me parecían inadecuadas. Las pocas palabras que de mis labios salían hacia ellos eran vagas, carentes de toda intención de seguir una conversación y, justo es decirlo, en múltiples ocasiones encaminadas a demostrar mi desinterés sobre su vida y sobre ellos mismos. No me sentía superior, me sentía, simplemente, distinto a ellos, ajeno a su forma de vida. Ellos no eran de mi circulo, ni yo del de ellos.
Decidí tomarme un respiro y huir de tanta mezquindad y vulgaridad, darme un tiempo para mí mismo, solo, sin aguantar a mi lado seres que no me interesaban y cuya conversación me enojaba. Una semana era un plazo aceptable y que me podía permitir en todos los aspectos.
El pueblo era bonito, rodeado de montañas que únicamente se separaban para dejar paso a la diminuta carretera a través de la cual el vetusto autocar me dejó en la plaza.
El hotel, el adecuado a mis expectativas: limpio, cómodo y con los servicios justos. Fui la única persona que estaba cenando en un comedor dominado por los marrones de la madera y los grises de la piedra. Apenas si hable con el camarero: aquello empezaba bien. Caí en la cama cansado, francamente cansado de cuerpo y alma. Algo turbó mi sueño y me despertó; pensé que había dormido apenas unos minutos, pero la luna, redonda frente a la ventana al acostarme, ya no estaba ahí. Me asomé a la ventana y la divisé bastante a mi izquierda ¡en cuarto menguante! Algo en mi interior me advirtió del desatino de aquello. Mi reloj marcaba la 1.30 de la madrugada del mismo día en que me había acostado: había dormido apenas 30 minutos, lo que yo suponía. Vamos a no negarlo, sentí miedo, las piernas se me aflojaron. Puse la televisión: solo podía sintonizar 2 canales en los cuales las personas hablaban un idioma que en absoluto entendía y que era incapaz de poder asociar con ninguno que me sonase; el corazón empezó a palpitar con fuerza, haciéndome notar su presencia con autoridad y energía. El teléfono, ese odiado aparato a través del cual me llamaban para contarme cosas que no me importaban en absoluto se convirtió, como por encanto, en algo a lo que aferrarme. La voz del recepcionista era dura, seca, casi tajante; el idioma, algo me lo dijo en mi interior, el mismo de la televisión. Colgué; nadie me llamó interesándose por si me ocurría algo. No fui capaz de bajar a averiguar que estaba pasando. La calle oscura que se divisaba desde la ventana desembocaba en una plaza igual de oscura, igual de solitaria. No se las horas que pasé buscando con la mirada la aparición de una persona con la secreta esperanza de que fuera hablando con otra en nuestra lengua, o que simplemente me mirara y yo pudiera saludarla y me respondiera con un sencillo “buenas noches”. El amanecer me encontró tembloroso, con las piernas contraídas y con el corazón recordándome su fragilidad en forma de palpitaciones vigorosas e irregulares. Con ese leve trazo de optimismo que el clarear del día infunde reuní el valor necesario para bajar y afrontar aquello de lo que me había convencido a mi mismo durante mi larga y quieta vigilia. El recepcionista fue incapaz de entender mis ya suplicas de qué me estaba ocurriendo: su expresión fue primero cortes, después condescendiente y finalmente desinteresada, hasta que encontró algo que hacer para librarse de mi conversación. La camarera, ni tan siquiera disimuló un falso interés: colocó el desayuno sobre mi mesa y se volvió hacia la cocina. El resto de personas en el comedor, todas, curiosamente estaban también solas como yo, desayunaban tranquila y relajadamente.
- Por favor, ¿alguien habla mi idioma?
Algunos, los menos, levantaron la cabeza para volverla a agachar inmediatamente; el resto ni tan siquiera se movió.

Con el café quemándome las entrañas salí hacia la calle. Al llegar a la recepción, más que verlo, intuí su presencia, sentado en un sillón en un rincón: Alfredo, el idiota este que es incapaz de cualquier cosa que uno pueda pensar. Corrí hacia él y me apoye en uno de los brazos del sillón.
Me sorprendí yo mismo de la frase que le dirigí:
- Alfredo por Dios, que alegría de verte. ¿Dónde estamos? ¿Qué pasa aquí? ¿Por qué hablan esta lengua tan rara?
Tardó bastante tiempo en estudiarme de los pies a la cabeza y luego en contestarme.
Aún antes de que abriese la boca ya lo presentí: de nuevo ese lenguaje incomprensible y, como en los demás, asociado a una inexpresión que trasmitía una falta total de interés hacia mí y lo que pudiera sucederme.

Guiado por un resorte me incorporé y me dirigí de nuevo hacia el comedor. Antes de entrar ya estaba gritando:
- Pero bueno, ¿es que nadie va a poner el menor interés en lo que me ocurre? ¿es que nadie va a intentar entenderme? ¿acaso pensáis que sois………..
Quedé paralizado por unos segundos, o por unos minutos, o por unas horas. Nunca lo sabré. En el comedor, repartidos por las distintas mesas, unos solos, otros en grupo, se encontraban gran parte de las personas que formaban parte de mi vida, aquellos que “no me interesaban y cuya conversación me enojaba”.
Ni uno de ellos me miró, ni uno de ellos dejó la conversación que mantenía en tan ignorada y ya odiada lengua, ni tan siquiera los que estaban solos prestaron un solo segundo a mi presencia. Era como si para ellos no existiera, no estuviera. Me acerqué a algunos de ellos y los zarandeé con toda mi fuerza. En todas las ocasiones la reacción fue la misma: una leve y fría mirada de soslayo y vuelta a su quehacer, su charla, la lectura del periódico, o simplemente la meditación.
Rabia, miedo, pena, odio, todo pasó por mi mente a la vez. Me senté en el suelo, abatido, sin fuerzas, completamente a merced de lo que quisiera hacer conmigo ese grupo, que por otra parte, parecía ignorar mi presencia. Al golpear de rabia mis muslos con las manos noté un bulto en uno de ellos: el teléfono móvil. La reacción fue automática y presioné las teclas con desesperación.
- ¿Dígame?
- Alfredo, ¿eres tú?
- Hombre Carlos, ¿Cómo estás? Claro que soy yo, lo que pasa es que no tengo tu teléfono y no sabía que eras tú.
Mi voz sonó, estoy seguro, desesperada:
- ¿Dónde estás?
- ¿Dónde voy a estar a estas horas? En casa, acabo de levantarme y estoy desayunando. Te noto un poco rara la voz ¿Te pasa algo? ¿estas nervioso? He quedado con algunos de los compañeros para ir a dar una vuelta por la sierra, si te apetece apuntarte; ya se que los fines de semana siempre tienes planes, pero si te apetece…
- Sería maravilloso, Alfredo sería maravi…….

El timbre no paraba de sonar, martilleando mi abotargada mente. En un principio pensé que era el despertador; a los pocos instantes comprendí que era el teléfono; descolgué con los ojos cerrados por el miedo y sin atreverme a levantar la cabeza de la almohada.
- Perdone Señor, llamo desde recepción; su llamada de antes se cortó y no entendí lo que quiso decirme. ¿necesita usted algo? ¿puedo ayudarle en algo?
- Si, por favor, ¿me puede dar línea con el exterior?
- Con mucho gusto. Si se cortase basta con que vuelva a apretar el “0” y la tiene directamente. A propósito ¿desea que le subamos el desayuno o bajará al comedor?
- Bajaré, muchas gracias.
- Gracias a usted, le doy línea.

Tras buscar el número en mi móvil, marqué con vehemencia; los tonos de llamada se me hicieron eternos.
- ¿Dígame?
- Alfredo ¿eres tú?
- Hombre Carlos, ¿Cómo estás?......................................................

FIN
Bueno, ahí lo dejo. A quien le guste me alegro, a quien no, lo siento; espero que el próximo sea mejor.

2 comentarios:

  1. Guuaaauuuuuuu.
    Queremos mas. Queremos mas. Queremos mas.
    Mas besoss

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  2. Interesante eso de hablar de lo interesante que nos hacemos y lo necesitados que estamos. Bueno, menos mal que siempre nos quedará...el blog.
    ;]

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